viernes, 17 de julio de 2015

La siesta: "Melocotones para mi sobrino"







   ... Al momento escuché a Fran decir mi nombre desde la puerta de la habitación de sus padres, en voz baja, y haciéndome señas con la mano derecha mientras la izquierda ya la tenía asida sobre el pomo. Me acerqué desconfiado y me asomé tímidamente al interior de la estancia,  para mí, hasta entonces inexplorable. En ese mismo instante un sentimiento de pánico recorrió mi cuerpo paralizándome por un momento. Y al mismo tiempo, ese mismo sentimiento era el que me empujaba hacia el interior. Era la habitación más grande de la casa, nada más entrar a la izquierda, había una cómoda en madera de estilo Luis XV, sobre ella había algunos retratos de la familia y como presidiendo toda la estancia, en el centro había una figura imponente de un Sagrado Corazón entronizado; sobre su mano izquierda sostenía una bola del mundo, en su pecho abierto mostraba su corazón sangrante, su mano derecha le tenía levantada con dos dedos señalando al cielo en señal de bendición. A un lado de la habitación quedaba un armario del mismo estilo que la cómoda y frente al armario, en la pared opuesta, se veía una ventana entreabierta con unas cortinas dobles que velaban la luz,  pero a la sazón no podía decirse lo mismo del calor, que a esas horas era sofocante. Al frente, la cama de matrimonio, y a los lados de esta, unos descalzadoras también de estilo Luis XV. Y sobre la cama, los cuerpos rechonchos de mis dos tíos reposaban sesteantes. Mi tía, desparramaba sus blandas carnes, dilatadas por el calor, en su mitad del colchón. Sus brazos con la piel descolgada; todavía tenía churretes de la sandía. Llevaba puesto tan solo un corto camisón, lo que me hizo sugerir una pregunta in mente, en aquellos momentos sin respuesta:

   —¿Para qué lo llevara puesto…? ¡Si no le tapa nada!... 



El menor de los hermanos: "Melocotones para mi sobrino"





... Andrés por el contrario nunca mostraba simpatía con nadie, y cuando sonreía, tan solo dibujaba un atisbo de gracejo con una mitad de la cara tratando de imitar a la madre, manteniendo la otra mitad, más dura e inexpugnable como la del padre. Parecía que el niño estaba hecho de recortes, de caracteres soldados de forma basta. Un retrato cubista de desechos que no quería nadie, un accidente en la historia de esta familia. Fue como un percance en el camino de sus vidas. Nació en un mes de primavera  como un duro recordatorio de algún tonto desliz una cálida tarde de algún mes de verano del año anterior. Llego así. Sin avisar, sin que nadie lo esperara y ni mucho menos lo deseara.

   —Pensaba que eran gases —le oí decir en una ocasión a la tía María.

   Saltaba la vista que su educación había sido más laxa y apocada que la de sus dos hermanos. El niño hacia lo que le venía en gana, entraba y salía, no permanecía quieto, no tenía horas para comer, para dormir, ni para entrar ni para salir, siempre aparecía cuando no se le requería y cuando lo llamaban nunca acudía.    

   —¡Ven! Niño bullanguero. ¿Dónde vas? Culillo de mal asiento, burlón y jaranero, hijo del demonio. ¡Ven! Alocado. ¿A quién has salido tú? Calavera. Que te come el azogue. Remolino y tormento. ¡Ven! Y quédate mudo de una vez. ¡Párate! ¡Quieto! Detente un rato. Dame una tregua y descanso, ciclón y torbellino —gritaba la madre en otra ocasión, una tarde harta de su vehemencia, y sabedora de que había perdido todo control sobre la criatura.

Físicamente, no tenía nada que ver con ningún otro miembro de la familia. Parecía como si los despojos genéticos que no quisieron los hermanos, los heredara el pequeño. Carecía el desgraciado de todos los buenos atributos de los padres,  de la gracia de la madre y del ingenio del padre. Andrés era un niño delgado, casi enquencle, todos pensábamos que con lo que se movía, no podría dar asiento a la comida, de pelo más rubio, quebrado hasta parecer algo greñoso. Andrés, aunque de piel mas clara y fina que los hermanos, siempre se la recuerdo roja, y quemada por el sol. En algunas zonas de su cuello y hombros que quedaban más expuestas aparecían heridas abiertas y llagas...


martes, 14 de julio de 2015

La tia Maria: "Melocotones para mi sobrino"


... La tía María tomaba una gran tajada de la fruta, tan grande como su redonda cara. Eso sí, esperaba primero a que cada uno tuviera su ración, luego dábale tal mordida que atiborraba sus carrillos de la pulpa rosácea. En tal menester se le oía respirar por su nariz. 





   Como no podía tragar, el jugo terminaba deslizándose por su cara, hasta su barbilla, alguna pepita siempre se le quedaba pegada en los redondeados y sonrosados mofletes, lo cual atraía aun con más frenesí a las moscas. Gota a gota el zumo se le derramaba también entre los dedos de las manos, bajaba por los antebrazos, hasta llegar a los codos. La vertiente que procedía de la barbilla se precipitaba en su pecho, y se encauzaba a través del canalillo de su escote hasta su ombligo. Cuando rebosaba este, el torrente se dejaba caer con más fuerza, hasta desaparecer bajo la entrepierna. La segunda vertiente que procedía de sus antebrazos y codos terminaba por manchar su vestido estampado de tela de la que se vende por metros. Limpiabase la cara luego con el mismo brazo empapado de sudor,  que se mezclaba con el dulce néctar, al tiempo que espantaba las moscas, para luego limpiar sus manos y cara con las faldas del vestido a modo de servilleta. Volvía a dar otra mordida a la fruta, y luego otra más. Pero al morder de nuevo con la boca llena, no hacía sino derramarse cada vez más babas junto con el zumo sobre el plato, el mantel, y de nuevo sobre su vestido; caiale también los goterones del jugo por los orificios de la nariz. Con tal ajetreo las moscas no paraban de acudir, cada vez aparecían más y más, las había negras, azuladas, de las cojoneras, que no sé si es otra clase de moscas pero así era como las nombraba el tío Hilario...