... Me parecía que todo
pasaba delante de mi muy rápido. Todos los acontecimientos en mi vida se
encadenaban de forma tan apresurada que escapaban a mi control. Se sucedían
unos a otros con apenas una sutil diferencia de segundos en el tiempo; y sin
poder mirar atrás, porque otro hecho vital empezaba a acontecer en una espiral
sin fin que me llevaban a un destino incierto y solitario. Por aquel entonces y
hasta ese momento, yo, aún no había tomado ninguna decisión importante que
afectara a mi vida, tan solo escuchaba hablar a los mayores sobre mi futuro, o
sobre mis recompensas y mis castigos, sin apenas contar con mi opinión. Sin
preguntarme siquiera: si me gustaba más esto o aquello. Sin importar que
pudiera escuchar sus conversaciones y en ocasiones hasta discusiones que
enfrentaban posiciones para tratar de forjarme no sé qué porvenir, en una
dirección u otra, a mis espaldas.
Pertenecía a una generación, que estaba
marcada por una maquiavélica educación, más memorística que comprensiva, más
opresora que democrática, más fiscalizadora que conciliadora, más centrada en
la disciplina, la religión y la rectitud en las formas que en el crecimiento
personal. Todo parecía dirigido a hacernos hombres de «provecho» el día de
mañana, con las expectativas puestas en la patria, o en la familia, sin
importar el camino que había que recorrer, sin importar lo más mínimo el paso
por la adolescencia, que no era para ellos más que una enfermedad hormonal que
te llenaba la cara de granos y te cambiaba la voz.
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